Tras mi marcha de Siorapaluk regresé a Qaanaaq y me reencontré con “viejos amigos” y algunos nuevos.
Aproveché un instante para empezar a despedirme por dentro de aquel bello lugar y me senté a la entrada de mi casa. Respiré… y pasados unos minutos la puerta de la casa de al lado se abrió. Un chico joven (bueno de mi edad, y eso ya no es tan joven) apareció con dos vasos de café caliente y me ofreció uno de ellos. Era mi vecino. Michael Jensen.
Algo vi en él. Su mirada, su manera de hablarme. No quería ser mi amigo, más bien lo necesitaba.
Michael es un joven lleno de tatuajes inuits y lleno también de esperanza, de mucha esperanza, cosa que aquí es difícil de encontrar. Un duro pescador polar casado con una joven inuit y con una hija de mirada misteriosa. Minutos después estábamos en su casa compartiendo vivencias y riendo.
Entre cafés y tés hablamos de todo. De la desesperanza del pueblo inuit. De que él no quería ser un borracho como tantos ni acabar quitándose la vida. Su meta era luchar por su familia, por un futuro mejor, por su pueblo… No dejaba de pedirme que me hiciese fotos atándome al cuello colgantes que él había tallado en hueso y marfil de morsa.
Al cabo de un rato empecé a fijarme con detenimiento en su casa y apareció colgada en la pared una vieja guitarra eléctrica. Resulta que también amaba la música. Jimi Hendrix, Steve Vai, Clapton… Sacó su viejo teléfono móvil, pulsó el play y comenzamos a rockanrolear…o algo parecido.
Tras aquel emotivo punto de conexión sin pensarlo me dijo “mañana nos vamos de pesca”, y yo le dije “ya tardas my friend”…
Al día siguiente, como dos piratas llenos de tatuajes surcando el polo…nos subimos al trineo, soltamos a los perros y… desplegamos las velas.
Cada pescador tiene aquí su sitio. Su boquete. Un boquete hecho en el hielo al llegar el invierno y que mantienen abierto con el pico de la esperanza hasta que el hielo desaparece. Tras hora y media volando con los perros llegamos al lugar.
La estrategia era la siguiente. Buscar algunos peces pequeños escondidos por Michael en el hielo la última vez que pescó. Trocearlos y llenar los casi 500 anzuelos de una misma línea. Luego dejarlos caer unos 3.000 metros al fondo, esperar 4 horas y sacarlo a ver… Así lo hicimos los dos. Bueno, con alguna diferencia. Él sin guantes, yo con dos pares. El tranquilo y yo jodido de frío entrando y saliendo todo el rato de un pequeño refugio de madera donde pusimos el hornillo a todo petróleo…
Pescamos poco, pero pescamos. A los 5 minutos los peces congelados como una piedra estaban listos para catarlos. Y allí, charlando, nos pegamos nuestro homenaje con sushi Inuit, combinado con trozos de caribou crudo cortado a base de hacha. Helado, claro. Todo helado.
Volvíamos a casa. El cielo se despejaba de repente. El trineo se deslizaba. Y sin motivo aparente mas que el sentir cerca el poblado, los perros entran en una frenética carrera que hace duplicar nuestra velocidad. Y a uno le entran ganas de gritar. De salir volando. De vivir por siempre ese momento en el que todo late FUERTE.
”No sabrás quién es tu amigo antes de que se rompa el hielo” (viejo proverbio Inuit)